La melodía venía desde el jardín. Era suave como el algodón y envolvía el alma en una calidez hogareña. Sabía que estaría siempre segura si me quedaba cerca de aquella voz, pero eso no significaba que me gustara. En absoluto. Sentía pánico cada vez que la escuchaba, y en aquella ocasión no fue diferente.
Las cortinas del salón se mecían al ritmo de la melodía y los rayos de sol se colaban hasta difuminar todos los contornos del lugar. La claridad era casi cegadora y me hacía daño en los ojos, pero eso no evitó que me dirigiera al ventanal que daba al porche trasero. Me dolía cada paso que daba porque la canción estaba cada vez más cerca, pero lo que de verdad me daba miedo era que parara de cantar.
Sabía que si me descubría espiando por un borde de la ventana lo iba a pagar muy caro, tal y como lo había hecho él. Mamá nos educaba bien, pero muchas veces dolía de más. La luz blanca se hacía más inclemente a medida que me acercaba al exterior y mi cuerpo empezó a temblar con más violencia de la que esperaba. Y, sin embargo, yo era invisible para cualquier otra persona que no me viera. Mi existencia en ese momento era muda, todo para no interferir lo que estaba ocurriendo fuera. Yo solo me quería asegurar de que todo había vuelto a la normalidad.
La canción llenó el mundo y disipó la claridad cuando asomé la cabeza, agazapada al marco del ventanal. Ella estaba sentada en una silla de mimbre grande, y justo delante había una butaca sin respaldo más baja donde un jovencito estaba sentado con la cabeza gacha. Parecía que sus hombros querían convulsionar, pero pude ver cómo se mordía el labio con violencia para reprimir las ganas de hacer el gesto. Su camisa de lino blanca estaba desabrochada y le rodeaba la cintura, y la mujer de alabastro estaba trabajando en su espalda descubierta con un algodón. A sus pies, salía vaho de un cubo y había una pequeña toalla en el borde.
-Mi querido niño -empezó a hablar la mujer-, ya verás que todo pasará rápido. Cuando seas mayor, recordarás todo lo que hice por ti y me querrás tanto como yo cuando hago que Dios limpie todos tus pecados. Y solo hay una manera de que te libres de todo mal y tu alma quede pura.
Casi se me salieron los ojos de las cuencas al se llenarse de lágrimas al ver las manchas de sangre. Tenía delante un cuadro tan hermoso como escalofriante: ella estaba curando las heridas de su espalda mientras él lloraba en silencio; un silencio del que yo me veía obligada a ser cómplice si no quería terminar peor.
-Esas lágrimas que derramas son mi felicidad -continuó, hilando su voz con la melodía-. Son las que terminan de limpiar tu cabeza de cualquier idea horrible que te aleje de tu familia. Vas a ser tan grande como lo fue tu padre, ya verás. Tu esposa será de tan buena familia como la nuestra y traerá la prosperidad de nuevo a esta casa. Y todo gracias a ti, amor de mi vida.
Sus largos dedos hundieron la toalla en el cubo y la pasó por la carne viva. Vi como él apretaba una de las mangas de su camisa y estaba cada vez más pálido, pero asentía con la cabeza. La luz del cielo era cada vez más absoluta, el resto del mundo había desaparecido y solo quedaba la melodía de mamá.
-Por fin expulsaremos el mal de esta familia, y todo gracias a ti por seguir la palabra del señor, amor de mi vida -el algodón lleno de un líquido amarillo le quemó la piel-. La palabra de Dios dada por mí.
Cada vez movía sus manos más rápido y con más ímpetu sobre las heridas, cada vez él se esforzaba más por no gritar, cada vez estaban más lejos de mí, cada vez el miedo se comía más mi estómago. Ella empezó a llorar mientras cantaba con una sonrisa en la cara y a moverse hacia delante y atrás.
-Te quiero -empezó a repetir sin parar.
Pero la música no paró, al contrario, lo invadió todo con violencia, y golpeó mi pecho. Sentí el terror más absoluto de mi vida. Ahogué un grito tapando mi boca con las manos, pero ya era demasiado tarde para esconderme. Mamá se paró en seco muy cerca del cuerpo del chico y giró sus ojos negros muy despacio hacia donde estaba yo, abiertos hasta lo imposible y completamente oscuros. Su sonrisa era tan pura y tranquila que parecía de otra dimensión, pero sus manos estaban clavadas en la piel del paciente. Él también había girado la cabeza y me había visto, derrotado.
Pero ella no hizo nada contra mí salvo empezar a reír desde el fondo de su esternón, con ganas y un placer que jamás había visto en ella.
-¿Ves, querido mío? -no dejó de mirarme-. Yo te protegeré de la suciedad y haré que Dios viva en ti. Y juntos lograremos que toda nuestra familia sea así.
Se volvió denuevo hacia el lienzo de piel que había estado cuidando con mimo y se inclinó hasta poder lamer las heridas con su propia lengua. Su cuerpo parecía vibrar a cada lametazo y su cara estaba manchada de la sangre él. La lucha entre la luz y la música parecía haber culminado con la victoria de la primera, porque no tenía fuerzas ya para mantener los ojos siempre abiertos. No había nada más que mamá lamiendo las heridas de su cachorro, a y Dios siendo testigo de semejante acto. Tropecé y caí de espaldas contra el otro lado de la ventana, llorando desesperada, gritando su nombre y rota por haberlo condenado para siempre. Mis ojos se abrían y cerraban para protegerse, pero yo quería protegerlo a él. Mi debilidad no me dejaba.
Me faltaba el aire. Se seguía desangrando mientras la lengua de mamá trataba de curarlo, yo no existía en ese momento. Solo mi miedo y mi impureza. Me iban a eliminar los dos. Volví a abrir los ojos y de repente la negrura de los ojos de mamá me invadió, y la fusta llena de sangre cayó directa sobre mí…