Un minuto de silencio

Una de las cosas que más le gustaba hacer a Alondra era admirar el silencio. Se podría decir que su pasatiempo favorito era escaparse del bullicio al que la obligaba a estar sumida su agenda y rodearse de soledad. En esos momentos del día (mínimo tres, como las comidas) respiraba profundamente para captar bien la esencia del siencio, su olor, y saborearlo fuera cual fuera.

Automáticamente cerraba los ojos y apoyaba la espalda en cualquier superficie que se lo permitiera. Luego, abría los dedos cuan largos eran y palpaba el aire, dejaba que la tranquilidad le acariciara la piel. Por mucho contacto humano al que estaba siempre expuesta, jamás había encontrado una persona que le trasmitiera esa sensación. A partir de ahí, su mente era completamente libre para fantasear sobre cualquier cosa sin miedo, sin censura, sin aplazarlo y sin prisas. Un minuto entero para que su cabeza descansara y viviera en su realidad.

La soledad para ella era vida y muchas veces se preguntaba por qué no se sumergía en ella para siempre. Todo sería más sencillo y silencioso, que no fácil. Pero, al menos, un poco más simple.

Esa vez se apoyó contra una de las columnas de la sala de estar más grande de la casa. Era raro que estuviera vacía pero tampoco le dio demasiadas vueltas. No tenía tiempo que perder. Al principio, escuchaba la voz de su asistenta y sus tacones nerviosos en el otro ala de la casa, pero lejos de molestarla, Alondra sonrió. Esa mujer conocía muy bien el arte de cazar tiempo y era una delicia verla en plena faena cuando algunos mechones de pelo se atevían a salir de su prensado y engominado moño.

Poco a poco, la mente de Alondra se quedó en blanco y aparecieron cientos de burbujas a su alrededor. Ligeras, transparentes y luminosas por toda la sala. Ojalá ser así, pensó. «Pero sería peligroso, ¿no crees? Las burbujas son frágiles, se rompen con cualquier cosa… pero son tan bellas… ¿Acaso las cosas bellas lo son por su fragilidad?».

Tal vez un globo de cristal grueso, venía a ser lo mismo pero más resistente. Entonces sintió elevarse del suelo. Seguía con los ojos cerrados y arqueó el cuello un poco hacia atrás para sentir más. Qué bien se estaba entre algodones. Fuera, las ovejas hablaban entre ellas de los pastos más verdes que jamás habían visto en un viaje que emprendieron hacía años, muy lejos de aquí.
Alondra se hundió en el pelaje de la forma más discreta posible. «No quiero que se den cuenta de que estoy aquí y me echen de esta reunión tan cómoda. Debería haber traído té». Su camisa de satén se sentía como un suspiro en sus brazos. Todo sería tan distonto si se sintiera así todo el tiempo que la llevaba puesta…

De pronto, abrió los ojos y se encontró acostada en su cama. La reconoció por los dinteles de madera oscura y las cortinas de terciopelo. Su cuerpo se le paralizó por completo de miedo al recordar que los enanos de debajo de la cama salían en plena luz del día si la escuchaban ahí cuando debería estar atendiendo sus quéhaceres. Tal vez si les lanzara una burbuja de luz los espantaría. Tal vez debería probar a hablar con ellos. Sí, esa era la mejor opción: el diálogo ante todo, como siempre decía su asistenta.

Pero, ¿cómo hablarían? Ni siquiera sabía cómo eran… trató de imaginárselos en la cueva bajo la cama, llena de relojes sin un suspiro de retraso y con la cuerda siempre correcta. Al fondo, una libreta enorme con toda la programación de Alondra para ir por ella si estaba en la cama a una hora equivocada. Y entonces lo entendió sin poder creerlo.

Ahogó un grito con sus manos en la boca y se mordió los labios. ¡Eran esbirros de su asistenta! Ella les facilitaba los datos para que ellos estuvieran alerta. Entonces deberían hablar humano. Asomó la cabeza por el borde de la cama y miró hacia abajo. Para caber ahí, tenían que ser muy pequeños y frunció el ceño. No existían seres humanos tan pequeños, a menos que… ¡Magia! ¡Brujería! Sabía que aquella mujer era una bruja.

De pronto, sintió algo moverse bajo el colchón y unas voces bajitas, agudas y muy molestas. «Oh, no… no van a escucharme». No podía creer que fuera real y buscaba alguna forma de que fuera mentira, pero las palabras de su madre sustentaban su teoría. «Mamá me contaba que los enanos del colchón no la dejaban descansar. ¡Esto debe ser una conspiración de asistentas!». Esas hijas del sistema que no nos dejan vivir…

Las sábanas se tensaron y supo que estaban escalando. ¿Qué iba a hacer? Si al menos tuviera un poco de té y pastas a mano… La comida y la bebida lo arreglaban todo muy fácil… Con el estómago lleno se razona mucho mejor, o eso es lo que siempre le decía su padre. Incluso el día en el que murió por un colapso arterial a causa de exceso de colesterol se lo dijo. Ella nunca entendió la explicación del doctor pero estaba segura de que había muerto porque ese día no se había tomado el aperitivo antes del almuerzo: queso manchego, vino tinto, quince aceitunas y media hogaza de pan al horno de leña. Llevaba días saltándoselo y ese había sido el resultado. «Como bien decía la nana, la rutina es el sacramento que nos mantiene en la Tierra«. Alondra había cogido eso como un mantra y las repetía cada vez que quería alargar su minuto de silencio.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que ese era su momento y su mente era libre de tomar cualquier decisión sin ser molestada, mucho menos por esos esbirros. Porque ese minuto de oloroso silencio era parte fundamental de su rutina. Era totalmente legítimo y necesario para que siguiera en la Tierra. Así que agarró bien la sábanay la sacudió. Escuchó los gritos agudos desvanecerse en el aire y Alondra se dio la vuelta para quedar de costado hacia el gran ventanal.

El silencio de ese día olía a tierra mojada y té de nubes. Fuera llovía y el paisaje del jardín se veía más verde de lo normal. En el camino de tierra bordado con flores destacaban unas pisadas frescas que avanzaban hacia la montaña vecina. ¿Quién tenía la suerte de caminar descalzo sobre la tierra? Alondra ninca pudo hacer eso, pero a cambio tenía unos pies suaves y lisos.
Se incorporó sobre los codos e intentó mirar más allá. «¿Por qué hay un trono en medio del camino? Los reyes de esta casa están muertos». Se sentó, siempre intentando mirar más y de repente sintió una picadura en el cuello. Se giró y vio a la serpiente Christ con su cuerpo ondulado sobre la cama, dedicándole una traviesa sonrisa.

Alondra se alegró al verla pero sabía muy bien que lo que iba a suceder ahora no sería muy agradable. La inquietud se fue apoderando de sus entrañas y se volvió otra vez hacia el ventanal, ávida de saber qué ocurría bajo la lluvia. No había forma de salir de esa habitación e intentó convencerse de que no saciaría su curiosidad (no había puertas). Pero sus manos sudaban y su corazón empezó a galopar como su yegua Ventisca. Su cuerpo temblaba y la locomotora de su pensamiento gritaba “NECESITO UNA SALIDA”.

Así que, casi sin tocar el suelo, se bajó del alto colchón y se avalanzó hacia el ventanal, preparada para escuchar el estallido de su alma contra el cristal. Por eso se sorprendió cuando se vio en medio del camino de tierra, calada hasta los huesos y justo delante del trono. Oblivioni tardita est, rezaba en la parte más alta del respaldo. «Está en un estado lamentable desde que mamá no se encarga de él…». Alargó la mano para acariciar el moho verde de uno de los reposabrazos cuando escuchó unas risas escandalosas. Alzó la cabeza y vio tres bellas damas al final del camino, justo antes de que se adentraran al bosque.

Alondra se llevó las manos a la boca al ver que estaban desnudas y solo tenían unas zapatillas y fulares de seda que flotaban a pesar de la lluvia. Se estaban riendo de ella. «¿De qué se ríen? Si yo soy la que está actuando correctamente…». Entonces sintió la tierra entre los dedos de sus pies y supo que estaba descalza. ¡Sus suaves y delicados pies! ¿Se reían de ella por ir vestida pero no tener zapatos? Pero si la forma normal de aparecer fuera de casa era con ropa… la desnudez era lo poco común… Sin embargo, al volver a mirarlas, se dio cuenta que eran tres mujeres desnudas contra una vestida. El comportamiento de la mayoría es lo que determina la normalidad, decía siempre su padre. Y en ese caso…

Las tres se dieron la vuelta en ademán de huir al bosque pero una de ellas le hizo un gesto a Alondra para que se uniera. Mientras, el otro brazo señalaba hacia arriba y ella pudo ver la torre del castillo abandonado detrás de la montaña. El Castillo de los Pecados, lo llamaba mamá en sus cuentos.
Una de ellas empezó a caminar y su fular siguió flotando tras ella. Cuando ya solo quedaba un extremo de la tela, la segunda lo agarró y avanzó tras su compañera. El fular de esta era más largo y pasó largo rato antes de que solo quedara el extremo. La tercera no dejó de llamarla y , poco a poco, Alondra sentía cosquilleos por todo el cuerpo. Su camisa de satén empezaba a quemarla y su falda pesaba demasiado. Fue de lo primero que se deshizo y se sorprendió de lo libres que se sentían sus pierna. ¿Cómo se sentirían sus brazos?

Arrancó con ansiedad uno a uno los botones de su camisa y empezó a correr hacia la tercera dama desnuda. La camisa se resistía a abandonarla y estaba cada vez más cerca pero la mano se alejaba cada vez más bosque adentro. Su última esperanza era el fular, mucho más largo que el resto y rojo sangre. Pero cada segundo, por muy cerca que estuviera, se perdían valiosos centímetros.

Todo empezó a brillar a su alrededor, a perder forma y consistencia. El minuto se había acabado y mucho ruido inundó el jardín. Era tacones apremiantes, voces agudas y molestas, manecillas sonando muy fuerte. Iban a por ella y ella iba a por el fular. «Todavía no puedo volver». La rutina es el sacramento que nos mantiene en la Tierra… Avanzaba más rápido y los tacones estaban cada vez más cerca, había demasiada luz y no sabía hacia dónde se movía ya, solo quería el fular… «¿Qué es lo que cuelga de su extremo? ¿Cascabeles? Es de metal… qué… ¡Llaves! Son para mí, son mías… ¡Espera, no te vayas!»
La puerta de la gran sala se abrió con un estruendo justo cuando Alondra abrió los ojos. Vestida. Calzada. Seca. Los tacones se acercaron a ella y sintió que la jalaban del brazo. No se resistió, se dejó arrastrar de nuevo a la realidad aburrida, pero no apartó la vista de la ventana que tenía el mismo encuadre del camino al bosque. Y vio el fular rojo tirado a lo lejos.

Alzó las cejas y sonrió. Ya sabía dónde iba a pasar su siguiente minuto de silencio aquel día.

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