Cuando el primer ser humano se dio cuenta de que al dirigirse a un semejante con sonidos que salían de su garganta se hacía entender, llegó uno de los grandes puntos de inflexión en la historia. Nació la palabra y con ella el éxito asegurado en el juego de supervivencia de este ser que se movía a dos patas y utilizaba sus manos para crear objetos útiles.
A medida que avanza la historia, las capacidades cerebrales de los humanos van en aumento, y con ello, la palabra pasa a convertirse la base de la comunicación entre los miembros de esta especie. Empiezan a construirse uniones culturales formadas por miembros de la misma especie por la transmisión de cuentos que los unen de alguna manera. Cuentos que intentan darle un sentido a toda la naturaleza con elementos fantásticos que estaban fuera del alcance humano, que intentan darle un sentido a su vida cuando empieza a plantearse cuestiones que van más allá de cómo va a sobrevivir ese día. Pero que, al fin y al cabo, nacen de su propia mente.
Esos cuentos se van haciendo cada vez más complejos y hacen falta palabras adecuadas para expresarlos. Así, la prodigiosa mente humana construye un lenguaje elaborado, estructurado y más adelante plasmado, único entre todos los seres vivos. La palabra se convierte así en el arma más poderosa jamás creada por los seres humanos, adorada, ansiada y necesaria, pero dudo mucho que muchas personas actualmente comprendan la verdadera trascendencia de esto.
Al fin y al cabo, hoy se habla y se escribe mucho. Con la democratización de la información y la normalizada actividad en el mundo virtual de las redes sociales, cada vez más. El lenguaje se utiliza todos los días como si fuera algo que está ahí desde que el mundo es mundo, pero nada más lejos de la realidad. Y lo que se oculta detrás de esta inconsciencia es que los seres que lo usan no tienen ni idea de dónde viene y cómo funciona realmente. No obstante, se llenan la boca diciendo que es el rasgo que los hace superiores al resto de seres, junto con el pensamiento abstracto. Pero ni para una cosa ni la otra existe todavía un consenso sobre lo que realmente es.
De esto precisamente habla El reino del lenguaje de Tom Wolfe. A priori, es un libro que se mete con la rigidez del mundo de la lingüística y lo dogmático que pueden ser sus eruditos, en especial, Noam Chomsky. A medida que el lector avanza en su lectura, verá cómo el autor los tilda de ineficaces y plantea que tantas teorías para que todo lo relacionado con el origen del lenguaje humano esté cogido con pinzas.
Uno esperaría un ensayo con un registro lo más formal posible y un uso del lenguaje culto, un libro serio al uso. Pero solo con echar un vistazo a la portada se puede adivinar que nada más lejos de la realidad. Sobre un fondo negro, color que en muchos contextos culturales se asocia a la muerte o lo lúgubre pero que muchos siglos fue sinónimo de elegancia, resalta un cuadrado de color amarillo brillante, con una letra “A” de color azul coronada. Finalmente, la fuente que expone el nombre del autor, el título y nombre de la editorial es de un no tan inocente y pacífico blanco.
Lo que parece una armoniosa casualidad, dudo mucho que haya sido una elección al azar. En la interpretación de los colores, hay corrientes que socian el amarillo a la prosperidad y la abundancia por su semejanza al oro y el color del sol, pero en otras lecturas es sinónimo de locura. Por otro lado, el azul de la letra reina del abecedario es igual a inteligencia, por acuerdo histórico. Desde mi punto de vista es la primera toma de contacto para una especie de burla a una realeza que para Wolfe carece de sentido.
Pero saque el lector las conclusiones que quiera, ya que el asunto de los colores sigue siendo algo abstracto. Incluso la existencia de dichos colores es cuestionable porque cada individuo los percibe de forma distinta según distintos factores de condicionamiento (biológicos, culturales, laborales…). Un ejemplo de esto es la inmensa gama de blancos que distingue un esquimal en comparación con cualquier ciudadano de un país occidental. Pero lo interesante de esto es que todas esas diferenciaciones existen en tanto que las personas que están en contacto con ellas les ponen nombres. Así se forman realidades distintas, perfectamente válidas gracias al poder de la palabra.
Al empezar a leer, terminé de confirmar que no era nada de lo que yo esperaba. He de decir que nunca antes había leído nada de Wolfe, a pesar de que conocía su importancia en el mundo periodístico. Thomas Kennerly Wolfe fue un estadounidense nacido en Virginia en 1930 que se considera el padre del nuevo periodismo. Esta corriente nace por los sesenta del siglo pasado, como respuesta a las inquietudes de las personas que se incorporaban en el mundo de la prensa por contar historias de una forma nueva y no limitarse al formato tradicional de la pirámide invertida y las normas de Harold Lasswell. Así pues, se asemeja más a la narrativa descriptiva de las novelas que a la información como tal pero deja de transmitir un mensaje periodístico.
Por eso me tropecé con un estilo tan ligero y desenfadado tratando un tema tan complejo como la evolución del ser humano y el estudio lingüístico. En la primera parte de la obra, Tom Wolfe habla de las distintas teorías evolutivas que se estaban gestando cuando Charles Darwin entró en escena a la vez que Alfred Russel Wallace y el resto de científicos de la Royal Society. Es el punto de partida para introducir el estudio de la lengua como dolor de cabeza principal de aquellos afanados en imponer sus verdades en este ámbito de la ciencia. Poco a poco, lo conecta con el ejercicio que han hecho los lingüistas contemporáneos sobre el asunto, creando un símil con los anteriormente nombrados y Chomsky y Daniel Everett.
No obstante, según iba avanzando mi lectura, tenía la sensación de que estaba ante la revista Hola de la sociedad científica. El autor no se centra exclusivamente en las cuestiones académicas que hacen sus personajes históricos, sino que los sitúa en un contexto social y da muchos detalles de cómo son. Consigue que el lector entre en contacto con sus mentes, sufra sus males laborales, vea cómo afecta su personalidad y su trayectoria de vida a la expresión de su trabajo.
Además, es un lleva y trae continuo: cómo reacciona aquel ante determinado artículo, cómo conspiran los partidarios de una figura de autoridad para defenderlo de los herejes, cómo Darwin sufre por la culpabilidad de haberse comportado como lo hace con Wallace, cómo Chomsky destroza a cualquiera que ose a llevarle la contraria. Al final va a ser cierta la teoría del chismorreo que se menciona en Sapiens para explicar el éxito de supervivencia del homo sapiens. El reino del lenguaje es un claro ejemplo de que a los seres humanos les encanta comunicarse para saber de la vida de otro, creando por inercia valores y realidades colectivas a partir de esas historias.
Por supuesto que Wolfe no utilizaría un registro muy aséptico para meterse con Noam Carisma (como él mismo lo apoda), ni con los estereotipos de la sociedad científica inglesa, ni con la comunidad de estudios lingüísticos. Más de una vez me tropecé con palabras escritas que hacen referencia a sonidos de impacto. Cataplaff, pum, zass, plaff, son algunos ejemplos, y hay párrafos enteros colmados de ellas, que superan las palabras tradicionalmente empleadas para transmitir “ideas serias”. Pero gracias a este recurso estilístico, el padre del nuevo periodismo logra envolver al lector en una verdadera historia con cierto arco narrativo y personajes con los que conecta fácilmente. Si un periodista sabe cómo mantener enganchada a una persona leyendo su texto, Wolfe es uno de los maestros en ese arte. Personalmente, creo que es una buena forma de cerrar su trabajo de escritor, puesto que se publicó en 2018, año de su fallecimiento.
Hay que tener en cuenta que este libro está especialmente dirigido al señor Carisma, al que, según el autor, nadie se atreve a cuestionar hasta que Everett arremete contra su teoría de la recursividad del lenguaje. Tras años de convivencia e investigación con una tribu brasileña cuya lengua es el pirata, llega a conclusiones sólidas para afirmar que no entra dentro de esta doctrina. A raíz de esto, plantea que pueden existir más idiomas en los que ocurre lo mismo y no todos funcionan igual, como plantea Chomsky.
Pero, ¿por qué una figura periodística tan importante como Tom Wolfe se molestaría en crear toda una obra especialmente para Chomsky? Tal vez haya cierto ego herido de por medio. Si bien es cierto que ambos revolucionaron sus campos de trabajo, Chomsky tiene más papeletas para trascender en la eternidad académica. Sus teorías del lenguaje se estudian en todas las clases de lengua de educación media y universidades, y su carrera como activista político estadounidense ha traspasado fronteras. Mientras que Wolfe en cierta medida está reservado para las facultades y escuelas de periodismo y no es tan nombrado como el personaje anterior.
Por otro lado, entre lingüistas y periodistas siempre hay ciertas disputas debido al “desprestigio” que tiene el trabajo de los segundos respecto al uso del lenguaje y la transmisión de información. Tal vez fue esto lo que instó al autor a crear El reino del lenguaje y cambiar la perspectiva de este conflicto, y ya de paso, ajustar roces con el señor Carisma.
Pero más allá de los dramas entre caballeros ilustrados, uno de los mensajes esenciales del libro es lo maravilloso que es el lenguaje humano y lo difícil que es ponerse de acuerdo sobre lo que es. Mientras que con otros aspectos de la realidad como la ley de la gravedad o ciertos aspectos de la biología ha sido relativamente fácil, la lingüística sigue siendo un hueso duro de roer. Esto trae como consecuencia un desconocimiento generalizado sobre algo que el ser humano usa todos los días, con lo que construye su vida y lo usa como bandera de su superioridad biológica. Pero no hay una explicación tangible, contrastada y consensuada.
Una de las consecuencias de esta situación es que las personas no lo comprendan y no sepan del todo bien cómo usar correctamente su mejor arma. Se limitan a aprender el uso cotidiano y básico del idioma materno y las reflexiones teóricas quedan a un lado. La practicidad es lo que prima por encima de todo. Pero teniendo en cuenta lo esencial que es el lenguaje para la humanidad, desarrollar una conciencia lingüística es tan importante como el sentimiento nacionalista que mantiene unido a los miembros de esa ficción tan real que recibe el nombre de país.
Al obtener una explicación lógica, racional y aceptada, la humanidad podría unirse bajo un mismo concepto de origen y destino, que es lo que despierta más inquietud. Comprendiendo lo que es el lenguaje humano, muchas realidades construidas en base a diferencias superficiales, como el país de procedencia, el color de piel, o el sexo biológico, podrían ser abolida definitivamente. Daría paso a una construcción de la realidad mucho más sólida, basada en una igualdad de condiciones entre los humanos que tienen la capacidad de hablar. Si bien se ha demostrado que el hecho de compartir el mismo ADN ha servido para conseguir esa unidad, tal vez construir una conciencia lingüística sí lo haga.
Sin embargo, en su afán de crear cosas, el ingenio que sacó al ser humano del salvajismo lo ha llevado a construir armas y artefactos con el fin de facilitarles la vida y seguir asegurando el éxito (sí, como el adorado e incomprendido lenguaje). Y a medida que se desarrolla la mente, el progreso tecnológico es cada vez mayor y las máquinas se llevan la mayor parte de la atención. Se han creado “códigos lingüísticos” exclusivos para programar su funcionamiento, y poco a poco, las personas les han transferido grandes capacidades lógica-cognitiva, hasta tal punto que ya superan las de una gran parte de la población.
Ya hay tecnología que habla y piensa por los seres humanos, como aplicaciones que traducen a tiempo real una conversación entre interlocutores con idiomas diferentes o neveras que notifican los alimentos que faltan, por no hablar de la inteligencia artificial. Y es perfectamente normal que esto ocupe la mayor parte de la atención. Al fin y al cabo, la tecnología es la hija favorita de la humanidad y trata que sea a su imagen y semejanza lo máximo posible. Por tanto, tal vez el momento de comprender la esencia del lenguaje humano haya pasado de largo y lo que compete ahora sea entender el amado progreso tecnológico.
Pero para que la población consiga esto, es necesario que comprendan el lenguaje de las máquinas y cómo se comunican con los humanos. Tal vez presentado de esta manera, el grueso de la humanidad de interese más y termine dándose cuenta de que están hablando consigo mismos. Tal vez así se llegue a una realidad que concede una identidad colectiva a los humanos mucho más potente que el ADN.