Desde la más inconsciente infancia los humanos empezamos a asociar sonidos a conceptos en nuestra mente y, poco a poco, vamos formando un mar de palabras. Palabras que vienen y van, que entran y salen por nuestros sentidos con mayor o menor cuidado. Palabras con las que nos comunicamos y sobre las que construimos toda una civilización. Simples, compuestas; ficticias o metódicas. Palabras, al fin y al cabo, que incluso estudiamos sin descanso, sabrá nadie con qué fin. Puede que pretendamos con ello encontrar algún sentido a lo que somos y darle orden a lo que nos rodea.
Sin duda, pueden suponer un antes y un después en nuestra vida. Hay algunas que pasan sin dejar huella, pues no poseen más que un valor comunicativo básico. Pero hay otras con mucho más carácter y presencia. Son esas que llegan, golpean y no salen de nuestra mente nunca más. Es lo que yo llamo un flechazo lingüístico.
De ahí que existan personas enamoradas de las palabras. Las que convivimos con esta filia empezamos admirando su sonido. Nos deleitamos ante la entonación y las vibraciones que producen en el aire y en nuestra propia piel. Poco a poco, apreciamos su forma plasmada en el papel, e incluso el sonido que generan al escribirse. Lo que muchos ven como garabatos, para nosotros son complejas arquitecturas que sostienen todo un universo y del que pueden depender tantas vidas como trazos haya. Admiramos las sinuosas formas que puede adquirir toda una oración.
Cuando ya creemos estar al borde de la locura, empezamos a analizar los sabores que nos dejan en la boca. Tomamos conciencia de cada movimiento que hace nuestra lengua y disfrutamos de cada palabra que sale, en un intento (muchas veces vano) de retener el sabor que deja cuando se consume por entre los labios y la punta de la lengua. Es hermoso cómo la mente va catalogando cada una de las palabras que pasan por nuestra vida hasta formar una inmensa carta de sabores. Podríamos incluso montar un restaurante. Glotones de palabras. Nos damos inmensos atracones entre libros y una biblioteca es una barra libre peligrosa.
Si conseguimos a alguien con este tipo de vicios, podemos decir que dimos con nuestro banco de droga preferida. Nos perdemos entre inmensas conversaciones en las que moriríamos felices de una sobredosis. Horas arrojadas por el torbellino del tiempo jugando a “a qué sabe”. Si se hace con los ojos cerrados, mejor que mejor. Qué sensación tan bonita.
Pero apreciar el olor de una palabra queda reservado para ese grado de locura al que yo particularmente llamo amor verdadero. Es el éxtasis final que se produce cuando pronunciamos un fonema, y este llama al viento para traernos un aroma característico, su olor. Es algo sutil, discreto y silencioso, por lo que solo los mejores empiristas pueden captar este maravilloso regalo que puede hacernos una palabra.
Y es en este momento de éxtasis cuando uno entiende que la palabra se ha entregado, deja que la entiendas desde su propia esencia y se hace complemente nuestra. Sólo entonces, podemos darnos el tupé de decir que amamos las palabras. Solo así podremos usarlas a nuestro antojo, crear nuestros propios mundos, buscar los nombres de todas las cosas y, cómo no, hacer toda la magia que queramos con ellas.