Hija de mi tiempo

Al despertar, se dio cuenta de que había pasado dos días sin dormir. El primero, quemó sus ganas de sentir con el roce de su tarjeta bancaria entre datáfonos; el segundo, se arrojó a la nada de la nostalgia que sentía por algo que no tenía, precisamente porque no lo tendría jamás. No pudo disfrutar de todo el tiempo libre que se le vino encima porque pidió demasiado.

¿Cómo se puede sufrir por exceso de eso que tanto me gusta?, pensaba. Humana, demasiado humana. Hija de su tiempo y la bonanza. Quejica, inconforme, sentimental. Débil. Eso es lo que dice su cabeza cada vez que cae en ese estado, desde que se le ocurre mostrarse vulnerable ante sus ojos.

Y entonces, abrió su teléfono y terminó de caer a través del espejo. Su mente discurría entre esos reflejos de lo que quería y no quería ser, y lo que sabía que el mundo no podía ser, pero decidía creer que sí. 

¿Ves a esa chica que acaba de subir una foto? A penas tiene tu edad y tiene mucho más que tú. Habla de sí misma como si le gustara su trabajo, como si fueras tú ilusionada con tu vida. Era una voz pastosa la que hablaba. Y tú… ¿qué has conseguido? Unas ojeras que te atraviesan el alma, una casa grande que no puedes limpiar y una relación sepultada en el cariño de la costumbre. ¡Brava! 

Quería hacerla callar, pero no podía negar su realidad. Solo le faltaba un monovolúmen y un psicoanalista. Bueno, y un puesto con menos aires de obrera. Ese en el que dirigiría a gente que no haría caso a sus emails, y vería sus días pasar entre reuniones infinitas y completamente inútiles. Su vida sería la que se escurría por entre tanto tiempo perdido.

Y cuando se tragara su tercer café antes del mediodía y se sintiera desmayar, entraría en uno de los baños mendigando un poco de silencio. Lejos quedaría el reporte de las 13:00 o la deadline de esa tarde que no estará a tiempo porque la pidieron a las 8:00 del día siguiente.

Abriría su bolso para viajar al país de la medicina postmoderna, y se encontraría con la corbata del señor Sin Cara y la pulsera de la señorita No Recuerdos. Recordaría entonces esa sensación de vacío que la llenó durante dos días en sus años 20.

Y antes de enajenar su dolor de cabeza perpetuo con ácido acetilsalicílico, se encogería por el placer que sintió cuando intentó esconderse de su vida en pieles que no eran suyas. Llegaría la sonrisa floja, la mano en el cuello y la descarga eléctrica por toda la espalda. Y justo cuando su cabeza chocase suavemente con la puerta del cubículo, estaría preparada y completamente abierta para disfrutar de ese bienestar fabricado. Ahí, con las sensaciones y ensoñaciones enfrentadas, regresaría el desprecio, la culpabilidad, la vulnerabilidad.

Porque con Sin Cara lloró, y con Sin Recuerdos entregó parte de su sufrimiento sin encontrar lo que buscaba. Otra vez ese espejismo de cuando apenas entraba a sus veintitrés años, con sueños hechos de diamante y muy pocas posibilidades. Allá, en sus ganas de ser un ave Fénix todos los días.

Y se preguntaría en qué momento decidió dejar sus amoríos lingüísticos para zambullirse en la mentira del éxito y la estabilidad de una vida cualquiera.

Quejica, inconforme, llorona, sentimental. 

Pero el sueldo la estaría esperando al otro lado de la puerta principal de ese baño. Así que la aspirina se deslizaría por su cuello para anclarla todavía más en esa realidad que imaginó mucho tiempo atrás, cuando escribía sus penas en un diario el día después de una resaca de ansiedad.

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