-Cuando encuentras a esa persona con la que haces click automáticamente, que sientes que la conoces de vidas anteriores… -dice mi tía.
Dolor.
-Yo lo hice -respondo con una sonrisa apagada.
Poco puedo hacer para que mis labios se vean convincentes en ese momento en el que siquiera estoy del todo allí. Mi mirada se pierde en el vacío de la nostalgia y los recuerdos olvidados debajo de las pesadas alfombras del tiempo empiezan a salir. Y las sensaciones… eso que pensé no volver a experimentar, seguía ahí, intacto.
-Yo lo hice… – murmuro de nuevo, como si quisiera volver al presente de alguna forma con el hilo de mis palabras.
Miradas furtivas, sonrisas radiantes, manos inquietas, toneladas de papel y tinta. Palabras derramadas en el torrente del tiempo, besos agridulces y caricias llenas de pecados. Me asfixio como lo hice entonces, como juré no volver a hacer.
“Lo hice, yo encontré a esa persona y estoy segura de que ella me encontró a mí. Y el tiempo decició jugar una partida tan rastrera, y a mí me dolió todo tanto…”, pensé. Amé. Amo. Amaré. Pero me lo guardo para mí, en esos momentos de oscuridad donde ni yo puedo verme y me permito ser. Ahí donde sé que nada, ni siquiera el tiempo, puede hacerme daño. Porque dolió tanto. Duele tanto. Dolerá tanto.
Así que convertí todo ahí dentro en un rincón de diamante, indestructible e imposible de malear. No se derrite, no se moldea, no se raya, no se desgasta. No se quiebra. El material perfecto para los tacones más altos y seguros de mi colección.
Dejo el amor para mis nostalgias y mis libros, contextos medibles y controlables. Yo decido cuándo dejar de recordar y cuándo dejar de leer. Tan fácil como pasar páginas o cerrar la caja de Pandora para dejar de sentir.
Mi mirada vuelve en sí sobre las tres palabras del día:
-Yo lo hice y ya pasó.
Silencio. Calma. La quietud y elegancia del diamante que tan bien me sienta. Por supuesto que algún día tendré unos zapatos con tacón de diamante.