Ese día no tenía que haber salido a la calle. Había demasiada humanidad suelta, hacía más calor del que podía soportar y la mascarilla no dejaba que le llegara suficiente oxígeno al cerebro. Pero a pesar de que se sentía como un zombie, mantuvo su equilibrio perfecto sobre los tacones rojos de doce centímetros que escogió para pisar el mundo ese día.
Eran unos botines de gamuza color cereza apagado, con unas tiras rojas rematadas con un tope de metal dorado. Se las ataba siempre con un nudo y jamás con un lazo, porque los lazos no eran para ella. La verdad es que se trataban de unos zapatos baratos, ajustados a su calza de pie y cuenta bancaria, pero era capaz de hacerlos ver como la prenda más costosa del mundo. Lucía unos pantalones bombache color crema de tiro alto que hacían ver su cintura como si de verdad fuera frágil. Su camiseta manga larga se adaptaba a su torso sin disimulo, y su cuello lo rodeaba un grueso pañuelo rojo. Era como un copo de nieve de ciudad: manchado y a punto de cuajar.
Y un poco derretida sí se sentía ante la perspectiva de cargarse con bolsas repletas de vacío en oferta, pero necesitaba unas sábanas de recambio. Las negras que tenía las tiraba a la lavadora el sábado por la mañana y por la noche dormía con esa sensación de frescor y limpieza que tanto disfrutaba, pero eran siempre las mismas. Nunca había sido tan consciente de lo importante que era la variedad en su vida hasta que se dio cuenta de que se aburría hasta de sus sábanas.
Así que se aventuró con su madre y su hermana al centro comercial en plenas rebajas de noviembre con la certeza de que encontraría la novedad que necesitaba en su cama. Porque, desde luego, comprarla era mucho más fácil que buscarla en alguien. Al menos sabría qué esperar del producto que se llevaba a casa; sabía cómo la tocaría la nueva tela, cuánto calor le daría y que siempre la estaría esperando en el mismo lugar. Y aún sabiendo todo eso, su piel encontraría la sensación de novedad que tanto buscaba sin poner en riesgo su tiempo, paciencia y vulnerabilidad. El lugar estaba abarrotado de gente y su hermana no paraba de repetir lo terrible que era el poliéster. Sin duda, iba a ser una tarde larga.
“¿Dónde está la novedad en una cantidad que puedo pagar?, pensó cuando vio el precio del primer juego. “En la contradicción que tanto te gusta”, respondió una vocecilla maliciosa. Esa maldita perra de su consciencia siempre tenía algo que decir. Nada concluyente y siempre evidente. Pero las medidas no correspondían a su cama.
-Mamá, no las quiero blancas -repitió con toda su paciencia.
-Pero, hija, más colores oscuros… -replicó la mujer con el ceño fruncido.
“Qué te puedo decir, madre, tu hija es una dramática hasta en la cama”, pensó. No hubo suerte en la primera tienda y tuvo que emplear toda su fuerza de voluntad para no enamorarse de todo vestido, falda y blusa que se asomaba por los pasillos. Con las personas era una habilidad que tenía más que dominada, pero las prendas de vestir… eso era otro cantar. Todas ellas la hacían sentir siempre como una reina, no importaba cuándo y dónde. No tenía una sola falda que no se ajustara a su figura perfectamente, tenía un vestido perfecto para cada contexto de su vida, y sus zapatos eran siempre un ejemplo de saber estar. La ropa y los zapatos que escogía para su vida nunca la decepcionaban, siempre le despertaban sensaciones maravillosas. Y a pesar de que su hermana contribuía a la tentación, ella se mantuvo firme sobre sus botines de tacón rojos.
Entraron a una tienda por departamentos que ocupaba toda la planta baja del centro comercial y, a penas puso un pie dentro, quiso salir corriendo de allí. Había más gente que en el resto de tiendas a las que había entrado y la mascarilla ya estaba empezando a ejercer su efecto agotador, pero si todo iba según sus planes, no tardaría demasiado. Sábanas nuevas, pagar y escapar.
Obviamente no fue así. Al llegar al pasillo del hogar, salió de nuevo el tema del poliéster, la falta de medidas y los colores. Y justo enn aquel momento que su mente ya iba en piloto automático, la nostalgia la arrastró sin piedad al presente. Sus ojos tropezaron con un lote sábanas 100% algodón color beige con cientos de bocetos estampados a color gris. Su madre y su hermana no veían más que un bonito producto de calidad, pero ella vio pasar muchos años de libretas llenas de arte y de un amor que pareció inmortal. El letargo que no la dejaba pensar se esfumó por completo y su espalda se irguió al sentir que en su pecho algo que llevaba mucho tiempo cuidadosamente contenido -o enjaulado- empezaba a desbordarse. Y como no estaba dispuesta a pasar por ahí de nuevo en un momento tan inoportuno, sacó su arma más infalible para este tipo de situaciones: la vanalización.
“Dormir entre tus sketches… igual puedo usarlas para las ocasiones en las que me toque cenar corazones”, pensó mientras escuchaba a su madre de fondo afirmar la excelente calidad. “Sería justicia poética”.
Recordó de golpe todos los papeles tirados por el suelo del cuarto con sus miles de garabatos que para ella fueron tan valiosos, la de veces que lo vio encorbado sobre su escritorio con un lápiz en la mano concentrado en cada línea mientras ella lo espiaba por entre sus almohadas, todos los dibujos que hizo de cada curva de su cuerpo. Nada en su cara delató lo que ocurría en su interior, solo inclinó la cabeza y alargó la mano para ver el precio. Evidentemente, eran las más caras. Probablemente el sablazo a su cuenta bancaria por unas sábanas sería mucho más doloroso, y tendría una razón lógica detrás. Así que dejó el paquete en su sitio y se dio la vuelta.
-No voy a pagar eso -dijo, impasible.
Seguramente sus chicas estaban polemizando y argumentando por qué era la mejor opción de lo que habían visto: algodón, calidad, medida exacta, descanso de ensueño, material duradero, pero ella sepultó todo eso bajo un montón de sarcasmo. Y rápidamente, dejó de doler.
Tal y como se temía, esa salida duró más de lo esperado. Las ofertas eran la excusa perfecta para comprar los regalos de navidad a mejor precio, y cuando se trata de ahorro, pocas personas le ganaban a su hermana. Así que decidió dejarla en su elemento mientras ella resolvía sus propios regalos. Acompañó a su madre a la parada del bus para que volviera a casa, recibió su respectivo beso de hija que debe cuidarse y alimentarse porque está muy flaca y se entregó a la marea de gente que terminó de callar su mente.
Los regalos que compró ese día los escogió con todo el amor que le quedaba, y las bolsas que llevaba en las manos la hacían sentir llena de euforia, aunque no fuera nada para ella. Pero cuando pasó por la vitrina de los bolígrafos Parker, algo se tambaleó en su pecho de nuevo. Aunque esa vez no dejó que nada se desbordara, solo sonrió con ternura y escogió la que más conjuntaba con una voz de terciopelo.
Cuando sacó su móvil para pagar, vio un mensaje del corazón que se había comido hacía dos noches y soltó un suspiro. Era innegable que la había hecho sentir única por unas horas y llegó incluso a insinuar que era una de las mejores pieles que había tocado en su vida -no precisamente corta-, pero la pereza que le daba tener que lidiar con enganches emocionales completamente vanos era imposible de medir. Tenía demasiado trabajo como para invertier energías en algo que no se tradujera en cantidades de placer exponencialmente proporcionales. “Ya me preocuparé cuando decida contestarle”, pensó. Así que pagó y guardó su teléfono sin más.
Miró las bolsas y se sintió bien. La sonrisa debajo de su mascarilla se ensanchó y borró todo rastro de cansancio al imaginarse la alegría de los regalados, y casi se había olvidado de que lo único por lo que salió a la calle era lo que no había conseguido. Pero así es la vida, no lo podía tener todo.
Su mirada se había quedado prendada del reflejo de sus tacones en cristal de la escalera mecánica, y mientras olvidaba deliberadamente las sábanas de scketches y los mensajes sin leer, pensó en lo mucho que le gustaban esos zapatos. Tenían la altura perfecta para no necesitar plataforma y poder llevarlos durante dieciséis horas y adoraba el color. Eran unos de sus pares favoritos de la colección de tacones que guardaba en su armario. Siempre leales, fabulosos y a la altura de cualquier situación.
Y entonces, sonó el teléfono.
-Estoy en nuestra zapatería y tienen el segundo par al 20% de descuento. Te necesito -dijo su hermana al otro lado de la línea.
No quería hacerlo, pero cuando se quiso dar cuenta, estaba esperando por el número 38 de unos stilettos negros. Llegó a la tienda convencida de que iba a salir con las manos vacías gracias a su inquebrantable voluntad, pero los vio en una repisa que quedaba justo a la altura de sus ojos. Trece centímetros de tacón fino, una pendiente ante la que cualquiera querría arrastrarse que terminaba en punta y un charol negro deslumbrante. ¿Cuál era su plan para evitar llevárselos? “No los necesitas, ahora no es el momento”.
Pero cuando se los calzó y vio el mundo desde su cima, todo lo demás desapareció por un maravilloso instante. Sus piernas se sentían fuertes y la forma en la que sus caderas se deslizaban a cada paso que daba con ellos rozaba el equilibrio perfecto. Entonces recordó los Suela Roja color cámel que guardaba con mimo en una bolsa de tela porque la sensación al caminar con ellos era muy parecida -el tacón era de la misma altura-. Eran tan similares, en realidad no los necesitaba… Pero estos eran negros, el único clásico que faltaba en su colección y la hicieron sentir exactamente como necesitaba en ese momento: invencible.
-Pero no debo… -dijo en voz alta.
Su hermana y ella intercambiaron la mirada de apoyo clásica en ese tipo de ocasiones, la cual lo decía todo sin necesidad de palabras. “Sabes que no te decepcionarán jamás”, alentó esa vocecilla en su cabeza, “siempre estarán esperándote para hacerte sentir como nunca antes y todo el dolor que te puedan causar vale la pena, no dura más que un par de horas”. Nada de recuerdos ni mensajes, solo el placer que tanto deseaba.
Se volvió de nuevo al espejo para posar de nuevo con ellos y sonrió debajo de la mascarilla. Sus ojos brillaban tanto como el charol y el sonido del datáfono cuando aceptó el pago de su tarjeta fue música para sus oídos. No había conseguido las dichosas sábanas, pero encontró un nuevo amor a un precio maravilloso.